Causa perplejidad que algunos dirigentes del PSOE se feliciten porque la última encuesta del CIS les adjudique un 25.3% de intención de voto. En primer lugar, porque la celeridad con que se están desarrollando los acontecimientos hasta la fecha hace que dicha encuesta, con entrevistas efectuadas a primeros de octubre, haya quedado bastante desfasada. Y, en segundo, porque si el PSOE obtuviera tal resultado el 20D habría perdido dos puntos y medio de apoyo electoral respecto a las municipales de mayo y tres y medio en relación con las generales de 2011, que supusieron la peor derrota del PSOE desde 1977, lo que significa que ese presunto suelo de 7 millones de votos que cosechó Rubalcaba hace cuatro años se está resquebrajando. En estos momentos, por tanto, el grupo socialista en el nuevo Congreso apenas alcanzaría los 100 diputados, cifra por completo insuficiente para aspirar a la presidencia del gobierno. Pero no solo eso. El CIS de octubre deja claro que el 55% de los votantes socialistas de 2011 apenas confía en Pedro Sánchez, y su actuación como jefe de la oposición solo satisface a un 19%. Rajoy tampoco inspira confianza a la gran mayoría de los electores conservadores, pero el PP sí dispone de un suelo estable en torno al 28% del electorado, que votan siempre en la misma dirección independientemente del candidato.
Sánchez y su equipo no parecen capaces de percibir que, en unas circunstancias tan críticas como las de España en la actualidad, lo que valora la parte más sustancial de la ciudadanía no es tanto el tono ideológico de las propuestas como su coherencia y la cohesión interna del partido en torno a ellas. Las torpezas y los bandazos se pagan caros, y el candidato del PSOE ha incurrido varias veces en estos errores desde el final del verano. Pedro Sánchez adoptó un perfil izquierdista cuando temía que le sobrepasara Pablo Iglesias; una vez conjurada esta amenaza optó por una imagen centrista y fichó a Irene Lozano porque el peligro era Albert Rivera. No sólo no consiguió cortar el chorro de votantes potenciales de centroizquierda hacia Ciudadanos, sino que encima puso de uñas a varios barones territoriales y buena parte de la militancia. Sus titubeos respecto a la derogación de la reforma laboral del PP han motivado que no pueda aprovechar por la izquierda los efectos de la crisis interna de Podemos, para finalmente ceder una vez más ante las exigencias contrarias a su criterio de Susana Díaz, que es quien aparece como la dirigente territorial que marca de verdad el paso del partido. Y en cuanto a Cataluña, al PP está en mejores condiciones de capitalizar la situación porque su actitud es perfectamente reconocible y coherente con el votante españolista, mientras que el PSOE continúa sin aclarar en qué consiste su proyecto federal para conseguir posicionar a una mayoría clara de catalanes contra la independencia.
En situaciones de grave crisis, la mayoría de la población suele agruparse en torno a quien detenta el poder o a quien representa una alternativa sólida y creíble que pueda reemplazar al gobierno saliente. Pedro Sánchez, de momento, ni ha consolidado su poder interno como secretario general socialista ni resulta convincente para alrededor de un 75% del electorado. En esas condiciones, difícil lo tiene el PSOE para ganar a un PP cuyo desplome a causa de la corrupción parece haber tocado fondo y que, aun así, sigue apoyándose en un colchón más consistente.